
—¡Yo soy igual que tú! —Así me dijo con la mirada la hija de un emigrante senegalés en Italia. Coincidimos en un bar donde todos los que nos rodeaban eran blancos. Negros al fin, nos miramos apenas llegaron ellos. Se sentaron en una mesa justo al lado de la mía: eran cuatro negros en su mesa, un señor, un joven y ellas dos. Ella lucía un precioso vestido rojo que admiré apenas llegó. La otra vestía de sport.
Entre tragos y risas, nadie se atrevió a hablar, pero nuestras miradas se cruzaban a cada minuto. La atracción por el color de la piel era intensa.
Pasado un rato, me fui hasta una trattoria un poco lejos de allí a cenar. Para mi sorpresa, unos quince minutos después de estar sentada, volví a admirar el vestido rojo que entraba al lugar. Todos reímos con la coincidencia y ellos volvieron a sentarse en la mesa de al lado. Comenzaba de nuevo el intercambio de miradas. Allí también continuábamos siendo los únicos negros. Todos sabemos que los negros somos la minoría en este tipo de lugares en Europa. Ninguno podía dejar de mirarse, hasta que me dejé llevar por la curiosidad.
—Disculpa, ¿de dónde son ustedes? —pregunté al señor.
Era la pregunta que el hombre esperaba. Una sonrisa iluminó su rostro y comenzó a hablar. Contó que era senegalés, vivía en París actualmente y estaban de visita en Italia. Presentó a la muchacha, que era su hija, y a su novio, que vivían en Ámsterdam. La otra joven era amiga de su hija y había nacido en Alemania.
Continuó:
—Mi historia ha sido compleja, como todas las historias de negros emigrantes.
Quedé prendada por la historia de aquel hombre que había logrado salir adelante. Cuando le dije que era cubana, se entusiasmó más. Había estado de visita en la isla hacía unos años y le gustó la historia de mi pueblo, sobre todo la alegría con la que enfrentábamos la vida.
Lo curioso de la conversación fue ver cómo la hermosa hija y su amiga alemana, mestizas y jóvenes como yo, nunca mostraron empatía ni se sumaron a la conversación. Supongo que no sufrieron la desventura de sus padres o de sus abuelos en sus países originarios y fueron privilegiadas al nacer en este continente. Al parecer, tomaron algunos aspectos negativos que sus padres no pudieron eliminar: la arrogancia se manifestó en sus rostros y en sus gestos en todo momento.
El padre expresó que ha vuelto muchas veces a Senegal con su hija y su esposa, y que su hija se pregunta cómo ha sido posible que hayan podido vivir allí.
—Ella no sería capaz —así ha dicho.
La hija sonrió como quien recibe un trofeo.
Sería imposible pedirle a la juventud que sea igual a sus padres. Decía un gran pensador de mi tierra que los jóvenes se parecen más a su tiempo que a sus padres. Así pensé en aquel momento. Obvié a la amiga alemana, que solo miraba el estado de sus uñas, y a la hermosa hija, que simulaba mirar la carta para que pasara el tiempo.
Terminé de cenar y me despedí. Volviendo a casa pensaba en mi hijo. Cada persona es dueña de su vida; nadie sabe qué le espera al otro día. Pero por esa noche pensaba en la vergüenza que me causaría que, por tener algún privilegio, olvidara que por sus venas corre sangre negra, y que la misma ha sido esclavizada durante años.
Aunque hablemos francés, italiano o inglés, seguimos siendo negros. Nuestros ancestros fueron sacados del mismo continente. Ha sido tan humillada su vida que ni siquiera podríamos asegurar que hoy alguno no tiene un lazo sanguíneo con otro. Ser negro en estos tiempos implica tener la responsabilidad de mirar a los otros y no voltear la cara. No solo debemos mirarnos: tenemos el deber de conocernos y usar nuestra capacidad para ayudar a los otros y dar voz a los que no tienen. Si entre nosotros mismos no somos capaces de hacerlo, continuaremos siendo el último eslabón de la historia.
El día que entendamos esto, ganaremos la batalla.
Irmaida Matos

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